mayo 01, 2007

Trascendencia - Parte Final


Quien sostenía el arma entre sus ojos le dijo que imitara a la demás gente, que se tirara al piso y así lo hizo, puso las manos en la cabeza y esperó, mirando de cuando en cuando que pasaba en la caja.

Todo fue normal, el asaltante con la pistola frente a la cajera le hizo sacar el dinero de la caja y lo guardó en un bolso.

Joaquín no quiso quedarse estático en el piso, el peligro de que le dispararan aunque sea por accidente era demasiado. Entonces resolvió que el momento que el asaltante dejara de vigilar a sus rehenes, saldría de ahí y se escondería en otro lado, fuera del peligro.

Así haya sido un robo pacifico, de un robo igual se trataba. El asaltante sacó la pistola de la frente de la cajera y la dirigió de nuevo hacia la gente en el piso. Gritaba algo ininteligible, quizás por la chamarra demasiado grande y gruesa que llevaba puesta, con el cuello que le tapaba la boca o porque las órdenes que daba eran contradictorias y no se sabía bien a quién iban dirigidas.

Vigilando que nadie lo viera, se pasaba el tiempo. La cajera estaba terminando de vaciar el dinero en la bolsa, y por suerte se demoró al sacar los billetes mas chicos, el asaltante se enojó por la tardanza y se dio la vuelta completamente, dejando el camino libre a Joaquín, que se apresuró a salir corriendo a su escondite, quedándose parado detrás de un estante lleno de enlatados.

El robo terminó, el asaltante salió corriendo, dejando a la gente en el piso y a Joaquín escondido. Pero como despedida, disparó dos veces al aire. Se oyó una explosión en la sección de comidas en conserva, una lata de arvejas recibió el primer disparo.

Joaquín se quedo parado en su escondite, no salió de atrás del estante hasta que todo se calmó. Cuando lo hizo, vio a varias personas mirando estupefactas su pecho. Hasta ese momento no había sentido absolutamente nada, le parecía raro que observaran de esa manera donde no había nada. Él miró hacia abajo, para ver lo que miraban. Tenía un hueco en su pecho, pero nada más Joaquín descubrió que él había sido quien recibió el segundo disparo. Hizo memoria si es que había sentido algo, pero no, la bala había entrado silenciosamente en su cuerpo y pareciera que así quería quedarse, sin hacer mucho escándalo. Solo un momento después de haberlo notado, Joaquín sintió que la herida sangraba. Eso era lo extraño, fueron más o menos 5 minutos después del impacto de bala que recién sintió lo que había provocado éste. Sangraba a mares y un dolor punzante le hizo caer. Se llevó la mano al pecho, al lugar del disparo y entonces sintió que la vida se le escurría como un mar y eso realmente dolía; él trataba en vano de contener la sangre con las manos pero estas se le inundaban.

La gente a su alrededor comenzó a querer socorrerlo, unos lo ayudaban tomándolo de los brazos tratando de levantarlo, otros se miraban sin saber que hacer, impresionados por la cantidad de sangre que salía de la herida. Llamaron al hospital, para que viniera una ambulancia. Esta tardaría un poco porque el hospital queda al otro lado del pueblo, pero no demasiado por ser domingo en la mañana.

Pasaban los minutos, no llegaba la ambulancia y Joaquín se desangraba. Después de unos minutos a su alrededor se había formado un gran charco rojo oscuro.

Conforme la vida lo abandonaba, iba sintiéndose cada vez mas débil; ni siquiera podía abrir los ojos o respirar algo más que el aire que estaba rodenado su nariz. En vano venía la ambulancia, él sabía que moriría. En su mente se agolpaban las ideas.

Joaquín recordó a su abuelo. Él construyó una infinidad de castillos en el aire, vivió en muchos de ellos pero abandonó otros aquí en la tierra. En uno de ellos estaba su familia. Conoció el mundo entero, con su baúl como acompañante, pero no sabía el nombre de sus hijos, y cuando por casualidad se enteró que tenía nietos, ellos ya habían crecido en su ausencia. Cuando se dio cuenta que había personas a las cuales él les importaba, era demasiado tarde. El tiempo pasó y poco a poco todos sus castillos se fueron derrumbando. El abuelo murió, viejo y solo, con un baúl de recuerdos por familia y su propia familia en una fotografía guardada en un baúl. Joaquín recién ahora se dio cuenta por qué del vinculo que creyó sentir con su abuelo, él estaba solo y Joaquín también, ambos nunca tuvieron familia por distintas razones o quizá por la misma, que ambos no tuvieron el poder de decisión sobre quien formaría parte de ella. Era un lazo que en realidad no existía, solo Joaquín lo imaginó y terminó creyéndolo real. Sintió que no hubiera podido nunca compararse a su abuelo, con una vida que siempre envidió.

Se llevó de nuevo la mano a la herida, sentía como las ultimas gotas de sangre que quedaban dentro suyo iban saliendo de su cuerpo, las únicas que lo mantenían vivo. Vio la muerte acercarse, la esperó impaciente, quería que esto acabara. Trató de mover los brazos hacia adelante para alcanzar una mano que creyó ver cerca suyo pero solo logró levantar un dedo unos segundos, la decisión no era suficiente como para poder traer la fuerza de vuelta hacia él. Su mirada estaba perdida en el horizonte, dirigida hacia la nada. Sintió que lo que quedaba de vida en el cuerpo se iba.

La gente a su alrededor no se dio cuenta del segundo exacto en que Joaquín murió. Sus ojos permanecieron abiertos, mirando al horizonte. La sangre dejó se salir de su cuerpo, su corazón dejó de latir. Alguien le tocó la cara, se encontraba muy caliente, como si hubiera muerto afiebrado.

Nada ocurrió en ese instante. El mundo no cambió de color. El rostro de Joaquín se volvió gris y quienes estuvieron hasta cuando murió se empaparon en sangre, volviéndose rojos, pero nada más. No había nadie que recordara quien era Joaquín o que era lo que hacía ahí. Siempre fue gris su vida. Nadie pudo hallar en sus recuerdos una imagen guardada del hombre que murió, solamente queda en la memoria un cuadro muerto.


Porque lo que de la mente sale es pensamiento con base, y la mente puede ser condicionada, soy capaz de encontrar miles de sentidos a estas palabras. Su versión original existió porque tengo pasado y la que leyeron fue gracias a que pude verlo y rehacer las cosas; no diré que una es mejor que la otra, son diferentes los momentos, uds. interpreten: en la primera el abuelo era un fantasma de paso por el baúl y en esta el abuelo creyó que tal artefacto era su familia. Y así, los cambios se fueron dando como catarsis del calendario...



abril 29, 2007

Trascendencia - Parte II

Joaquín se perdió una vez más en sus pensamientos, como pasaba siempre que encontraba esa fotografía. Por eso, se forzó a si mismo a volver a la realidad, al lugar donde estaba y a lo que estaba haciendo.
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Retomó la búsqueda de su agenda, necesitaba hallarla para saber si tenía algo pendiente en el trabajo. La localizó en el fondo de un cajón y empezó a hojearla. Encontró la lista de cosas que era mejor que hiciera para el día siguiente, para adelantar trabajo y ganar tiempo.

Tenía solo dos pendientes, cosas realmente simples para tener que ocupar todo el día en eso. Se sintió defraudado y culpable al mismo tiempo, pues de haber considerado que eran cosas fáciles, no hubiera desperdiciado su domingo en algo de lo que no sacaría demasiado provecho.

Sintiéndose así, empezó a ver que haría con el tiempo que le vendría sobrando en el largo transcurso del día. Primero iría a comprar algo de comer y al volver, pensaría que más hacer.

Salió del estudio, se dirigió a su cuarto y fue hacia el vestidor. Empezó a buscar algo que ponerse para salir hacia la tienda del barrio. Lo primero que encontró en su camino fue la ropa que llevaba puesta el sábado. Eso no importaba pues solo andaría dos cuadras siempre desiertas por ser domingo. Se sacó el pijama, lo puso en el tacho de ropa sucia y empezó a vestirse. Se puso primero la camisa, abotonándola con lentitud, mientras pensaba en lo que compraría. La ansiedad que sentía hace un momento se le había calmado, pero solo pensar que volvería a estar así después le hizo ir más rápido. Se puso el pantalón, miró hacia el suelo, buscando un par de zapatos y encontró un par de zapatillas deportivas. Buscó un par de calcetines en la gaveta y al tratar de ponérselos estando de pie, perdió el equilibrio y cayó al suelo, golpeándose con fuerza. Maldijo su pésimo equilibrio. Aún estando en el suelo, se puso el que faltaba, después las zapatillas y amarró los cordones. Se levantó y se acomodó el pantalón.

Salió del vestidor, y al dirigirse a la puerta, pasó frente a una mesita con un espejo, otro más. Se vio y se dijo a si mismo que mejor sería si se peinaba un poco. Volvió al baño, abrió el mueble al lado de la tina y encontró un peine. Se dio una pasada por el cabello intentando acomodarlo un poco, pero como lo tenía demasiado alborotado, en realidad no logró hacer mucho.

Volvió al pasillo, pero se detuvo en la puerta de su cuarto y le echó una última mirada, como todos los domingos estaba demasiado desordenado. Caminó hacia la puerta, la abrió y salió de la casa. Se volvió para cerrarla con llave. Sin razón aparente, frente a la puerta, alzó la mirada y halló que la luz que iluminaba la galería de entrada se encontraba encendida. Pensó que después la apagaría.
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Se dirigió al micromercado del barrio. Caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos, pensando en lo que haría con los dos trabajos que tenía pendientes. Pero volvió a pensar en la fotografía; ¿Por qué la encontraba justo ahora? Él sabía que no dejaría de pensar en eso en todo el día, sin embargo intentó distraer su mente en cosas del trabajo, en la gente que le faltaba por contactar o en cualquier otra cosa.
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Llegó sin darse cuenta. Entró y vio a una niña en el mostrador, comprando víveres, quizás para el almuerzo de su familia, pensó él. Al pasar frente a los carritos de compras, sacó uno y caminó en línea recta hacia la sección de galletas. Escogió dos paquetes de galletas de vainilla, su debilidad, los puso en el carro y siguió andando. Pensaba en qué almorzaría, se decidió por una comida congelada, por que no tenía muchas ganas de estar cocinando para si mismo demasiado rato y eso era lo mas fácil de hacer. Fue hacia uno de los congeladores abiertos. Escogió una que por la tapa le pareció apetitosa.

Como no había sacado mucho dinero, no quiso ceder a la tentación de seguir mirando cosas que bien sabia que no le alcanzaría para comprar. Enfiló hacia el mostrador donde estaba la caja.

Joaquín se puso en la cola para pagar. Apoyó la frente en su brazo, sobre el carrito, mirando al suelo. Recordó que hoy era cumpleaños de su tía y que no podría eludir la llamada de felicitación. De solo pensar en eso sintió cansancio, escuchar a su tía y a su made repitiendo lo mismo de siempre y él siempre pensando lo mismo: cuando iría –nunca-, cuando mandaría fotos –nunca-, cuando ayudaría con la casa –nunca-. No les decía lo que pensaba (o sea el nunca) inventaba pretextos y excusas sin mucho sentido.
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De lejos, en el exterior se oía un tumulto, pero solo cuando se hizo demasiado fuerte para seguir pensando, le presto atención. Al levantar la cabeza, no vio a nadie, pero Joaquín oyó un susurro. Bajo la mirada y halló a toda la gente tirada en el piso, con las manos en la cabeza. Miró hacia adelante, extrañado. Lo primero que vio fue un arma justo en frente de sus ojos. Unió todos los elementos, arma frente a él, gente en el suelo, murmullos y llegó a la conclusión de que era un asalto.

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Continuará...

abril 22, 2007

Trascendencia - Parte I

Este fue el primer cuento que escribí, hace unos 6 años y lo pongo aquí para que no muera en mi pasado. Es un poco largo, por eso lo dividí en tres partes. Aquí les va la primera...


Joaquín despertó a las 7 de la mañana, con un sabor de boca de los mil demonios. Abrió los ojos, se sentó en la cama, dirigió su vista hacia adelante y observó en el espejo al frente de la cama la imagen de un hombre despeinado y ojeroso, que no correspondía exactamente con la imagen de sí mismo que tenía en mente.
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Decidió levantarse. Respiró hondo y se volcó, todavía sentado pero con los pies colgando de la cama. Empezó a buscar sus pantuflas pero no las encontraba. Se resignó a tener que agacharse y mirar debajo de la cama. Al hacerlo, vio la izquierda casi al borde, cerca de donde había estado su pie y la derecha al otro extremo. Se puso la que pudo agarrar y dio la vuelta, se agachó y agarró la pantufla perdida.
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Recién después de la búsqueda se dio cuenta que ese día era domingo, por lo tanto el periódico no llegaría temprano. De todos modos ya no podría dormir. Caminó al baño y se miró de cerca al espejo sobre el lavabo. Sus ojeras tenían un tamaño descomunal, y su cara estaba algo pálida.

Terminó de hacer lo que hacía cada mañana después de levantarse, o como él le llamaba "actividades post despertada", en el baño y se trasladó a la cocina, para desayunar. Al irse acercando le empezó a estrujar en el estomago un hambre sin razón ni grito, solo como murmullo incansable. Llegó y fue directo a la nevera y al abrirla una corriente helada le golpeó las piernas desnudas, las hizo erizarse.
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Inspeccionó el interior. Nada fuera de lo normal para su hambre. Había agua por supuesto, algunos limones, unos pedazos de carne que alguna vez se llamaron bifes, resecándose poco a poco, al igual que un plato hondo lleno de unas tiritas de masa, llamadas comúnmente fideos, pero en el estado en el que se encontraban mejor se les decía tiritas de masa con apariencia de palitos.
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Miró desconsolado todos los recovecos del refrigerador, con la esperanza de que algo le atrajera lo suficiente como para saciar al hambre que le devoraba las entrañas. Nada, no encontró absolutamente nada digno de ser ingerido. Cambió el lugar de búsqueda, fue hacia un aparador que tenía en medio de la pared del fondo de la cocina, diagonal a la nevera, que le servía como depósito de alimentos. Mas bien, fue hecho con este propósito, pero con el pasar del tiempo se lo fue olvidando y acabó siendo otro aparador lleno de cosas inservibles.
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Joaquín no podía creerlo. Un ser humano vivía ahí, él mismo, y no encontraba ningún alimento, algo que calmara la ansiedad que últimamente sentía durante gran parte del día. Respiró hondo y se focalizó en calmar por si solo estas ganas locas de devorarse al mundo. Después de un rato logró hacerlo, o por lo menos pasarlas a un segundo plano.

Salió de la cocina y se dirigió al estudio. Al entrar a la habitación recordó lo que siempre se decía que recordaría después, hacer ampliar la habitación o dedicar su tiempo libre a ordenar el caos reinante en ese estudio. La cuestión está en que nunca puede recordarlo cuando debería y en ese momento no quería saber de nada.

Joaquín miró a su alrededor, evaluando: libros en los estantes del suelo al techo, un poco mal clasificados pero por lo menos acomodados -hasta ahí va bien-, dice Joaquín. Sin embargo el desastre se lo encuentra cuando baja un poco la mirada, en el suelo, en los esquineros, en los sillones, columnas de libros de todos los tamaños, colores, edades y grosores posibles; en fin, demasiados libros en todos los rincones del cuarto.

Se sintió cansado. No quiso pensar en ese desorden. Volcó la mirada, y vio su escritorio al centro del cuarto, con la ventana hacia la calle por detrás. Realmente es un mueble hermoso y lo que más resalta a la vista es que en la parte frontal tiene minuciosamente tallada una escena campestre y en las patas motivos florales; data del siglo XVIII y llegó a Joaquín como herencia de su abuelo. Se encuentra acompañado de dos sillones, que aunque solos resultan hermosos, se los ve sin relación con el escritorio, y demasiado recargados como para ser muebles de oficina. Están forrados casi por completo, de un tapiz color vino tinto, menos las patas. Detrás del escritorio, se ve un sillón de oficina, sencillo, moderno, en apariencia confortable, del tipo más común.

Después de hacer la inspección rutinaria a sus papeles, y en busca de su agenda personal, Joaquín se llevó la sorpresa de encontrar algo que ya hacía rato había dado por perdido: una fotografía, antigua, en blanco y negro, ajada y maltratada, de un niño de 8 años visto de frente, con un saco demasiado grande para su edad y una expresión en la cara de aburrimiento y hastío.

Joaquín la obtuvo hace como 7 años cuando realizaba el inventario del contenido del baúl que el abuelo acarreaba a todas los lugares donde se mudaba. En ese momento no sabía quien era el niño en ella. Fue preguntando a toda su familia y nadie le daba razón, entonces le preguntó a su abuelo, padre de su madre, y este le dijo que era él mismo de niño. Casi todas las noches la recordaba, como primera imagen de cada sueño y por lo general sus sueños tenían alguna relación con ella. Algunas veces soñaba que era él quien la tomaba o, pocas veces, que es él mismo, de niño, quien posa para ella. Esa fotografía quedó para él como el único testigo vivo de quién fue su abuelo, por que el baúl nunca pudo decirle nada. Ni siquiera su familia lo recordaba bien. Nunca estuvo en los momentos que lo necesitaban, por eso, al final ya no se lo necesitó y dejaron de contarlo como miembro de la familia. Murió sorpresivamente, de un ataque cardiaco cuando Joaquín se hallaba estudiando en el exterior.

Ese baúl fue su único compañero durante muchos años, tantas veces dio la vuelta al mundo con él y aún se conservaba como nuevo, gracias a que el abuelo todos los días lo limpiaba pasándole un trapo semi-húmedo por todo el exterior y después otro seco, con algo de perfume y tres veces por semana le aplicaba betún.

Joaquín siempre sintió que ese abuelo viajero era la única persona que estaba ahí con él; sabía que eso resultaba incoherente y por eso nunca pudo aceptar que con nadie más en su familia encontrase la clase de vínculo que, solo por momentos, pensó que existía con su abuelo.

Continuará...