Joaquín despertó a las 7 de la mañana, con un sabor de boca de los mil demonios. Abrió los ojos, se sentó en la cama, dirigió su vista hacia adelante y observó en el espejo al frente de la cama la imagen de un hombre despeinado y ojeroso, que no correspondía exactamente con la imagen de sí mismo que tenía en mente.
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Decidió levantarse. Respiró hondo y se volcó, todavía sentado pero con los pies colgando de la cama. Empezó a buscar sus pantuflas pero no las encontraba. Se resignó a tener que agacharse y mirar debajo de la cama. Al hacerlo, vio la izquierda casi al borde, cerca de donde había estado su pie y la derecha al otro extremo. Se puso la que pudo agarrar y dio la vuelta, se agachó y agarró la pantufla perdida.
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Recién después de la búsqueda se dio cuenta que ese día era domingo, por lo tanto el periódico no llegaría temprano. De todos modos ya no podría dormir. Caminó al baño y se miró de cerca al espejo sobre el lavabo. Sus ojeras tenían un tamaño descomunal, y su cara estaba algo pálida.
Terminó de hacer lo que hacía cada mañana después de levantarse, o como él le llamaba "actividades post despertada", en el baño y se trasladó a la cocina, para desayunar. Al irse acercando le empezó a estrujar en el estomago un hambre sin razón ni grito, solo como murmullo incansable. Llegó y fue directo a la nevera y al abrirla una corriente helada le golpeó las piernas desnudas, las hizo erizarse.
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Inspeccionó el interior. Nada fuera de lo normal para su hambre. Había agua por supuesto, algunos limones, unos pedazos de carne que alguna vez se llamaron bifes, resecándose poco a poco, al igual que un plato hondo lleno de unas tiritas de masa, llamadas comúnmente fideos, pero en el estado en el que se encontraban mejor se les decía tiritas de masa con apariencia de palitos.
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Miró desconsolado todos los recovecos del refrigerador, con la esperanza de que algo le atrajera lo suficiente como para saciar al hambre que le devoraba las entrañas. Nada, no encontró absolutamente nada digno de ser ingerido. Cambió el lugar de búsqueda, fue hacia un aparador que tenía en medio de la pared del fondo de la cocina, diagonal a la nevera, que le servía como depósito de alimentos. Mas bien, fue hecho con este propósito, pero con el pasar del tiempo se lo fue olvidando y acabó siendo otro aparador lleno de cosas inservibles.
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Joaquín no podía creerlo. Un ser humano vivía ahí, él mismo, y no encontraba ningún alimento, algo que calmara la ansiedad que últimamente sentía durante gran parte del día. Respiró hondo y se focalizó en calmar por si solo estas ganas locas de devorarse al mundo. Después de un rato logró hacerlo, o por lo menos pasarlas a un segundo plano.
Salió de la cocina y se dirigió al estudio. Al entrar a la habitación recordó lo que siempre se decía que recordaría después, hacer ampliar la habitación o dedicar su tiempo libre a ordenar el caos reinante en ese estudio. La cuestión está en que nunca puede recordarlo cuando debería y en ese momento no quería saber de nada.
Joaquín miró a su alrededor, evaluando: libros en los estantes del suelo al techo, un poco mal clasificados pero por lo menos acomodados -hasta ahí va bien-, dice Joaquín. Sin embargo el desastre se lo encuentra cuando baja un poco la mirada, en el suelo, en los esquineros, en los sillones, columnas de libros de todos los tamaños, colores, edades y grosores posibles; en fin, demasiados libros en todos los rincones del cuarto.
Se sintió cansado. No quiso pensar en ese desorden. Volcó la mirada, y vio su escritorio al centro del cuarto, con la ventana hacia la calle por detrás. Realmente es un mueble hermoso y lo que más resalta a la vista es que en la parte frontal tiene minuciosamente tallada una escena campestre y en las patas motivos florales; data del siglo XVIII y llegó a Joaquín como herencia de su abuelo. Se encuentra acompañado de dos sillones, que aunque solos resultan hermosos, se los ve sin relación con el escritorio, y demasiado recargados como para ser muebles de oficina. Están forrados casi por completo, de un tapiz color vino tinto, menos las patas. Detrás del escritorio, se ve un sillón de oficina, sencillo, moderno, en apariencia confortable, del tipo más común.
Después de hacer la inspección rutinaria a sus papeles, y en busca de su agenda personal, Joaquín se llevó la sorpresa de encontrar algo que ya hacía rato había dado por perdido: una fotografía, antigua, en blanco y negro, ajada y maltratada, de un niño de 8 años visto de frente, con un saco demasiado grande para su edad y una expresión en la cara de aburrimiento y hastío.
Joaquín la obtuvo hace como 7 años cuando realizaba el inventario del contenido del baúl que el abuelo acarreaba a todas los lugares donde se mudaba. En ese momento no sabía quien era el niño en ella. Fue preguntando a toda su familia y nadie le daba razón, entonces le preguntó a su abuelo, padre de su madre, y este le dijo que era él mismo de niño. Casi todas las noches la recordaba, como primera imagen de cada sueño y por lo general sus sueños tenían alguna relación con ella. Algunas veces soñaba que era él quien la tomaba o, pocas veces, que es él mismo, de niño, quien posa para ella. Esa fotografía quedó para él como el único testigo vivo de quién fue su abuelo, por que el baúl nunca pudo decirle nada. Ni siquiera su familia lo recordaba bien. Nunca estuvo en los momentos que lo necesitaban, por eso, al final ya no se lo necesitó y dejaron de contarlo como miembro de la familia. Murió sorpresivamente, de un ataque cardiaco cuando Joaquín se hallaba estudiando en el exterior.
Ese baúl fue su único compañero durante muchos años, tantas veces dio la vuelta al mundo con él y aún se conservaba como nuevo, gracias a que el abuelo todos los días lo limpiaba pasándole un trapo semi-húmedo por todo el exterior y después otro seco, con algo de perfume y tres veces por semana le aplicaba betún.
Joaquín siempre sintió que ese abuelo viajero era la única persona que estaba ahí con él; sabía que eso resultaba incoherente y por eso nunca pudo aceptar que con nadie más en su familia encontrase la clase de vínculo que, solo por momentos, pensó que existía con su abuelo.
Continuará...
4 dijeron algo al respecto:
Excelente cuento hermana mía; y has ido evolucionando en este arte tuyo de escribir.
Al ver escritos como éste todavía no me creo el resultado del concurso, ni modo...
t.q.m.
Estoy esperando por la segunda parte. Que triste, mi abuelo esta muriendo.... Y yo aqui en el otro lado del mundo.....
Bien surreal el relato, me gusta el salto de tiempo. La realidad es que a veces necesitamos esos pedazitos de tristeza en nuestros corazones para hacer mas facil la cuestion de vivir.
En lo tecnico, muchos articulos posesivos que son faciles quitarlos. Por lo demas bien!!
Felicidades. Cuando vaya a Bolivia tenemos que compartir un poco.
Javiera: Sigue siendo raro esribir aquí y hablar en el almuerzo :P Se agradece por los cumplidos.. :D
Utópico: Primero, lo siento por tu abuelito :$ Ojala que cuando vengas puedas verlo.. Cuándo te tendremos por estas tierras?
En cuanto a la 2da parte.. Pronto podrás leerla :P En esta, gracias por la observación.. revisaré a ver que le mejoro.. :)
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